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“Recuerdo que alguien de mi entorno, cuando se enteró de lo que me había ocurrido, me dijo: ‘Normal, siempre estás por la calle, alguna vez te tenía que pasar’. Me eché a llorar”
“Hasta los consejos que te dan, con las mejores intenciones, tienen que ver con esta vergüenza que sentimos al hablar de ello: ‘No salgas por ahí’, ‘no vayas con desconocidos’, ‘no bebas mucho’, ‘no te pongas minifalda’…”, abunda Acracia Infante, demehanviolado.com, una web que recopila información sobre estas agresiones. Y concluye: “Parece que somos nosotras las que tenemos que protegernos de esa violencia, en lugar de que los hombres aprendan a no violar”. Así lo vivió Carmen. Cumplidos los 16, comenzó a hacerse pis en la cama. Sólo entonces su familia descubrió que un par de años antes un chico con el que salía ocasionalmente la había violado. “Mis padres no me dejaban irme con él en la moto, así que, cuando lo hice y me forzó, no me atreví a contárselo a nadie”, narra con tristeza. Afortunadamente, hubo un testigo que hizo posible que el chaval fuera castigado. A esta “cultura de la violación”, como la denomina Infante, “que responsabiliza a las supervivientes de estos sucesos”, ayudan algunas resoluciones judiciales. En este sentido, Varela cita una sentencia que decía que “la víctima con su actitud de hacer autoestop en la autopista a las tres de la mañana había propiciado ese desenlace”. Sara tuvo que escuchar algo parecido: “Recuerdo que alguien de mi entorno, cuando se enteró de lo que me había ocurrido, me dijo: ‘Normal, siempre estás por la calle, alguna vez te tenía que pasar’. Me eché a llorar”.
Avances legislativos en pocas décadas
Lola superó la veintena en 1978. Aquel año la agredieron en un pasillo del metro: “Un tipo se me tiró encima a tocarme los pechos. Me resistí y me rasgó la blusa. Grité. No sé si se asustó o qué, pero se fue. Me impresionó mucho que al bajar al andén, llorando y con la ropa rota, nadie dijo ni hizo nada, y eso que debieron de oírlo todo. Me miraron como si fuera una loca o una extraterrestre”. Lola no denunció lo ocurrido. “Entonces, lo que no era violación no estaba considerado agresión sexual. Aún hoy muchas mujeres creen que esto es así”, argumenta. “El tipo penal que configuraba la acción punible en el antiguo Código Penal giraba en torno a la acción de ‘yacer con la mujer’ con fuerza o intimidación, cuando estaba privada de razón o sentido o con menor de 12 años”, aclara Varela, que en 1987 consiguió la primera sentencia del Tribunal Supremo que reconocía que exigir a las mujeres víctimas de una agresión sexual la demostración de resistencia suponía una discriminación por razón de sexo. Sara lo tiene claro: “Si me volvieran a atacar, me bajaría directamente las bragas para evitar las lesiones”. Ella sí acudió a la policía y asistió a varias ruedas de reconocimiento, pero nunca dio con quienes le introdujeron el pene en la boca a la fuerza. De haberlo hecho, al menos en ese momento podrían haberlos juzgado por violación. No siempre fue así. Ese “yacer con mujer”, detalla Varela, se interpretaba “exclusivamente como coito vaginal. Las penetraciones bucales o anales eran consideradas abusos deshonestos y tenían una pena mucho menor”. La ley ha cambiado mucho. Primero se equipararon las penetraciones vaginales, anales y bucales, en 1989. Seis años después, las realizadas con un objeto “por alguna de las dos primeras vías”. Y por fin, con la reforma de 2003, se introdujo la violación vaginal o anal con cualquier “miembro corporal”, lo que incluía los dedos, utilizados “sobre todo con niñas”, continúa la abogada. Además, en el Código Penal de 1995, aún vigente con sus sucesivas reformas, fue en el que se realizó “la reestructuración total de los delitos de violencia sexual, partiendo de dos grandes grupos: las agresiones y los abusos”. En los dos, “las penas son mayores si hay penetración”, matiza esta experta, que obtuvo la primera sentencia en España que condenaba el acoso sexual como delito, en 1998. Estos avances legales no se tradujeron inmediatamente en un cambio “en la percepción de los jueces”, que en opinión de Varela sí se puede apreciar en la actualidad: “Al menos ahora a la mujer se le cree”. Logro que esta abogada adjudica al trabajo de denuncia que se ha venido haciendo desde los foros feministas y a la labor de la prensa. “En el momento en el que decidimos que los juicios de violación tenían que ser a puertas abiertas y entrasteis los periodistas y explicasteis lo que pasaba, eso fomentó el debate. Y eso llevó al cambio legislativo y al cambio de actitud de los jueces”, recalca.
La violación es sólo “la punta del iceberg”
La violación por parte de desconocidos o de violadores múltiples es la forma de violencia sexual más visible, de la que más se habla en los medios de comunicación, pero “es sólo la punta del iceberg”, en palabras de Sonia Cruz, psicóloga experta en violencia sexual de la Fundación Aspacia, Tanto en su organización como en CAVAS, la gran mayoría de las demandas de atención que han recibido históricamente han sido por hechos en los que los agresores pertenecían al entorno de la mujer (vecinos, amigos, compañeros de trabajo, educadores, parejas, ligues…), en los que ellas se sienten “ especialmente culpables por haber confiado en esa persona, y eso las retrae de denunciar”, matiza Alarcón. Cruz califica también como “muy complicadas” las situaciones que tienen lugar bajo los efectos del alcohol o las drogas, comunes entre los más jóvenes. “Si un desconocido te viola en un callejón oscuro, no hay ninguna duda, pero muchas chicas no son conscientes de que han sido víctimas de una agresión sexual cuando lo hace un amigo con el que han estado tonteando o estaban tan borrachas que no eran conscientes de nada”, comenta Infante, que recibe numerosas consultas en esta línea a través de la web. Por su parte, el acoso no siempre se puede demostrar, y normalmente es un proceso progresivo. “A menudo estas víctimas necesitan la ayuda de profesionales para detectar el problema y asumir que no es su culpa y que se trata de un delito. Por eso estos casos nos llegan menos: son más invisibles”, explica Cruz. En los últimos tiempos, en Aspacia han visto cómo se incrementaban las consultas por abuso, llegando a superar a las de agresión, lo que para Cruz es “un buen indicador, porque significa que algo está cambiando y se están detectando más estas formas de violencia más sutiles”. La psicóloga destaca que, a pesar de que la agresión sexual –con penetración o no– es la forma de violencia sexual más penada, “eso no significa que sea la más grave”. Y pone como ejemplo el abuso de una menor de 13 años (la edad legal mínima para considerar que ha habido consentimiento) por parte de un conocido, que utiliza la manipulación o el engaño en lugar de la fuerza, “con lo que este hecho, tan terrible y de consecuencias tremendas, tiene una pena menor”.
Falta de información y pocas medidas específicas
Estas organizaciones se quejan de la poca información y de la carencia de medidas específicas con respecto a este tipo de violencia de género. “Desde Aspacia reivindicamos que se contemple la violencia sexual dentro de la ley integral. En este tema estamos como se estaba hace 30 años en la lucha contra la violencia de género en el ámbito de la pareja”, declara Bárbara Tardón, responsable de Incidencia Política y Sensibilización Social de Aspacia. De hecho, resulta casi imposible conocer los casos ocurridos y los denunciados en España cada año. El Instituto de la Mujerrecopilaba cifras de las provincias españolas hasta 2009, cuando dejó de hacerlo ante los cambios en la gestión de los datos. Las distintas categorizaciones impiden comparar estos números con los que recoge el Anuario Estadístico del Ministerio del Interior o la Memoria Anual de la Fiscalía General del Estado. A la demanda de dar más visibilidad a un problema que en 2013 la Organización Mundial de la Salud calificó como “de proporciones epidémicas”, las asociaciones añaden la preocupación por los nuevos métodos de acoso –a través de la Red o los teléfonos móviles–, cada vez más comunes sobre todo entre los adolescentes. Para luchar contra todas estas formas de violencia, “que tienen su origen en la estructura patriarcal del sistema en el que vivimos”, como describe Cruz, es necesario “detectar los micromachismos que se dan en las relaciones y trabajar desde la prevención”. Lola comentó con sus amigas el ataque en el metro y decidió apuntarse a un curso de autodefensa femenina. Marta llevaba puestos unos auriculares cuando aquel hombre la asaltó. Durante algunos años no fue capaz de volver a utilizarlos y llevó un bote de laca en el bolso para poder defenderse (“el policía me dijo que llevar spray antivioladores era ilegal”, puntualiza), hasta que consiguió perder el miedo a caminar sola por las calles. Muy pocas personas supieron lo que le había pasado. Sara mantuvo un largo tiempo un rechazo incontrolable a los parques, y hasta el día de hoy reconoce “un miedo atroz a la violencia”. En su momento lo contó en el trabajo, pero muchas de sus amigas no saben que la cicatriz en su brazo y su nariz rota son el resultado de una violación. Carmen no ha vuelto a hacerse pis en la cama. Las cuatro son mujeres fuertes, que quieren contar su experiencia para romper el tabú que pesa sobre la violencia sexual. Como ellas, en nuestro país hasta 170.000 mujeres podrían sufrir este año una agresión que, de una u otra manera, marcará sus vidas.